Por años se aferró al sueño americano, ese que muchos anhelan: trabajar duro, levantar una casa, poner un negocio, asegurarle el futuro a su hija. Mario Robles, de 25 años, argentino de nacimiento y mexicano por elección, cruzó la frontera con la esperanza de cumplirlo. Pero apenas pisó suelo estadounidense, fue arrestado y enviado de regreso.
Lo deportaron el jueves a la madrugada junto a otros nueve argentinos desde Estados Unidos luego de una travesía que dejó cicatrices físicas y emocionales. “Lo más importante no es la plata, es la familia”, dice hoy, sentado en la cocina de la casa de su mamá en Villa Clara, Entre Ríos, y con los ojos puestos en México, donde lo esperan su esposa y su hija de tres años.
Habla pausado, con el acento del país que lo arropó los últimos siete años de su vida y que tuvo que adoptar a la fuerza «para no llamar tanto la atención». Entre mates, admite lo que tardó tanto en entender: “Nunca más en mi vida volvería a hacer algo así”.
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El reencuentro tras la deportación
Todo empezó hace tres años, cuando su suegro falleció. Era él quien lo iba a ayudar a juntar el dinero para cruzar a Estados Unidos, ese primer gran escollo para quienes intentan alcanzar el llamado “sueño americano”.
Sabía que si lograba llegar a San Antonio, Texas, un muchacho lo esperaba con un techo y trabajo. Iba a ganarse la vida cortando pasto o en una fábrica. Pero tenía claro que no sería rápido. El primer año sería solo para pagar la deuda del coyote (así se conoce a las personas que facilitan el cruce). Los siguientes, para ahorrar lo suficiente y volver con su familia a San Felipe, Guanajuato, con algo bajo el brazo, quizás una casa, una camioneta, un negocio.
“Eso es lo que hace el mexicano cuando se va”, explica. En su caso, también pesaba el futuro de su hija. “He pasado muchas cosas feas, y lo que quería era facilitarle un poco la vida a ella. También le iba a inculcar que nada es fácil en la vida, pero quería asegurar el futuro de mi hija para que ella no lo sufriera«, explica.
Mario estaba dispuesto a hacer el sacrificio, dejar su trabajo como encargado en una empresa constructora, pasar años sin ver a su esposa y a su hija, con tal de asegurarles un futuro mejor. “Ese es el sacrificio de la famosísima frase del sueño americano”, dice. Su esposa también entendía lo que estaba en juego. Sabía que no era sólo un viaje arriesgado, sino que implicaba años de distancia, de incertidumbre y de silencio. Antes de que él se fuera, sólo le dijo una frase: “Que Diosito lo cuidara muchísimo en el camino y que lo amaba”.
Salió de México el 16 de agosto rumbo a la frontera. Lo hospedaron dos días, como a tantos otros que esperan su turno para cruzar. El lunes 18 le tocó a él. Desde ese momento, empezó el operativo clandestino. Caminaron guiados por los coyotes, cruzaron el famosísimo Río Bravo y, ya del lado estadounidense, los subieron a una camioneta con destino a San Antonio, Texas. Eran once personas, camufladas bajo mantas, en una caja cerrada.
En el camino, el vehículo se topó con uno de los puntos de control migratorio, lo que Mario compara con un peaje. Allí, un oficial detuvo la camioneta. El conductor, ciudadano estadounidense, presentó sus papeles, y el policía le pidió que levantara un poco la parte trasera del vehículo. El chofer, nervioso, intentó mentir y dijo que llevaba herramientas, pero una contradicción lo delató, y en segundos la situación se volvió insostenible.
Cuando el agente anunció que revisaría la camioneta, Mario —que venía escondido atrás— escuchó todo y no lo dudó: se quitó la manta y salió corriendo. Lo siguieron los demás. “Corrí como 500 metros sin parar”, cuenta Mario.
El miedo, la adrenalina y la desesperación lo impulsaban. Se internó en un montecito y se tiró a una zanja de más de un metro y medio de profundidad. Se cubrió con ramas y esperó. Durante casi dos horas logró esquivar a los agentes, drones y perros que lo buscaban. Hasta que cometió un error. Se movió para mirar, hizo ruido y uno de los perros lo detectó. Lo mordió de la remera, ladró fuerte, y enseguida cayeron todos. “Ahí me agarraron”, dice.
«¿Si tuve miedo? Nervios, adrenalina, desesperación, sí. Pero miedo no, porque tú sabes a lo que vas. Tú ya sabes que vas de ilegal y si te agarran te van a encerrar. Te advierten de esas cosas, para allá tengo que ir con cero miedo, porque si voy con miedo, entonces para qué voy a ir», explica.
De los otros diez que viajaban con él, no volvió a saber nada. Cree que quizás lograron cruzar, o que los llevaron a otro centro: “Ahí no había nadie de ellos y pienso que a lo mejor si cruzaron o los agarraron y llevaron para otro lado».
El sueño terminó cerca de la frontera. Pasó tres días en la llamada «hielera», una especie de comisaría, sin ducharse, rodeado de desconocidos que, como él, perseguían la ilusión de una vida mejor. Luego fue trasladado a un centro de detención en Texas, donde estuvo tres semanas y compartió espacio con personas de la India, Nepal, Rusia, Marruecos, Cuba y Venezuela.
La burocracia no tardó en aplastarlo. Un abogado, que atendía a diez detenidos a la vez, les ofrecía una única salida: declararse culpable. “Así funciona todo allá. Si te declarás culpable, salís más rápido. No intentan ayudarte, sino intentar sacarte de ahí», relata.
Y agrega: «Me declaré culpable, y pedí que me regresen a México porque ahí estaba mi hija, que es la razón de mi vida y al juez no le importó nada. Estando en Estados Unidos, es lo que ellos quieren. Y mientras ellos te hagan más daño, es mejor para ellos. Porque ellos sabían que tenía papeles mexicanos, entonces lo tomaron como una amenaza, porque si a mí me largaban en México, como que me iba a volver a meter otra vez».
Hoy no tiene dudas. No volvería a intentarlo, ni aunque le dijeran que esta vez sí va a salir bien. “Prefiero mil veces sacar una visa o arreglar una clase de visa de trabajo para irme. Pero así de la forma en la que me fui, nunca más en mi vida voy a volver a hacer algo así», afirma.
A quienes piensan en irse, les habla con la crudeza de quien lo vivió en carne propia: “Que no hagan las cosas así, como la desgracia que hice yo, que se pongan a pensar en los hijos. Les recomiendo que no lo intenten, y por el momento hay que esperar que el gobierno de Trump salga, porque yo estuve allá, se las cosas que vi». confiesa.
Y repite hasta el cansancio: «No hagan lo que lo que yo hice, saquen una visa o arreglen los papeles».
El regreso no fue fácil. Después de estar un mes detenido, 40 horas de vuelo, y un micro hasta su pueblo natal,—que ahora tiene calles de cemento y alguna que otra mejora que lo sorprendió— encontró algo de alivio. Y aunque asegura que si Argentina estuviera mejor, nunca se habría ido, tampoco reniega de sus raíces.
“Yo hablo como mexicano, pero soy argentino hasta los huesos. Mi hija también tiene sangre argentina. Si el dólar acá estuviera a 20 pesos; ¿Hay necesidad de que yo tome la decisión de irme para otro lado si la economía aquí esta muy bien? No hay necesidad de irme para allá».
Ahora, lo único que quiere es volver a México, para reencontrarse con su familia, dejar atrás los barrotes, los controles, la incertidumbre. “Hablo con mi hija en cada momento, que no para de decirme que me extraña, que me quiere ver. Ya falta poco para irme. A mi me prohibieron entrar en Estados Unidos, pero no a México, donde tengo mis papeles», asegura.
Y si bien el sueño americano lo dejó golpeado, el regreso a su casa le hizo pensar en su infancia. Sacó sus trofeos de fútbol, las fotos con la camiseta argentina y hasta recordó su paso por las inferiores de River cuando quería ser futbolista.
«Yo soy 100% argentino. Y porque hablo así no significa que voy a olvidar quién soy y de dónde vengo. De hecho, mi sueño era llegar aquí con mi familia, con mi hija, entender la cultura argentina, porque ella es mi hija, también trae sangre de Argentina».
MG